La familia secreta de Brueghel el Viejo (II)
"— Quiero plantearte un enigma, hijo —dice muy serio—. ¿Estás preparado? Sus palabras me arrancan de la imagen. Lo miro algo desconcertado, pero me dejo hacer.
— ¿Qué clase de enigma, doctor?
— Tiene que ver con
algo de lo que no hemos hablado aún. Se llama el arte de la memoria y es una
disciplina de la que espero sacarás gran provecho cuando, en adelante, entres
en un museo de pintura.
—Estoy listo —asiento intrigado.
—Lo primero que debes saber es que ese arte fue privilegio
de intelectuales, nobles y artistas hasta la llegada de la imprenta en el
Renacimiento. En consecuencia, muy poca gente ha oído hablar de él. Después,
con la popularización de los tipos móviles y el acceso de una gran parte de la
población a la letra impresa, se olvidó. Y con ello se perdió la capacidad que
un día tuvimos de leer en imágenes.
— ¿Leer en imágenes? —repito con cierto escepticismo.
— Me refiero a leer literalmente en imágenes. No a
interpretar, como hacemos hoy, un símbolo o un gesto, como cuando vemos una
cruz sobre una torre y sabemos que allí hay una iglesia. El arte de la memoria,
hijo, lo inventaron los griegos en los tiempos de Homero, cuando se vieron ante
la necesidad de recordar grandes cantidades de texto que no podían inscribir en
piedra. En realidad, se trata de la más fabulosa construcción mnemotécnica
inventada por el ser humano. Una disciplina que sirvió durante siglos para
recordar desde saberes científicos hasta relatos literarios, y que consiste, a
grandes rasgos, en asociar imágenes, paisajes e incluso estatuas o edificios a
conocimientos que después sólo podrían ser recuperados y reproducidos por la
élite que conociera ese código.
— ¿Y una técnica así se usó hace más de dos mil años?
— Así es. Incluso puede que antes —resopla—. Ignoramos cómo
aquellos sabios de la Grecia clásica descubrieron que la memoria humana es
capaz de retener montañas de información, y que ésta podía recuperarse a
voluntad si se asociaba a iconos o a expresiones geométricas, arquitectónicas y
artísticas más o menos fuera de lo común.
Así lo recogieron en viejos tratados como la Rhetorica ad Herennium, atribuida nada menos que a Cicerón, donde explicaron que si se nos adiestra para, por ejemplo, vincular conocimientos médicos a la estructura de un edificio o a una determinada estatua o pintura, nos bastará con evocar esas obras mentalmente para, de forma automática, recordar la materia teórica con la que las asociamos. ¿Lo comprendes?
- Rhetorica iluminada, Padua, 1380 - |
Así lo recogieron en viejos tratados como la Rhetorica ad Herennium, atribuida nada menos que a Cicerón, donde explicaron que si se nos adiestra para, por ejemplo, vincular conocimientos médicos a la estructura de un edificio o a una determinada estatua o pintura, nos bastará con evocar esas obras mentalmente para, de forma automática, recordar la materia teórica con la que las asociamos. ¿Lo comprendes?
Asiento. El maestro continúa:
— Entonces no te resultará difícil entender que su
desarrollo y perfeccionamiento fuera un secreto muy bien guardado que pasó de
civilización en civilización, ya que permitía comunicar mensajes y saberes
complejos ante los ojos de los no iniciados…
— A ver si lo he entendido: si yo, por ejemplo, vinculo
mentalmente uno de los esqueletos de este cuadro a una fórmula matemática, cada
vez que lo vea o lo rescate de mis recuerdos, no importa el tiempo que pase,
recordaré también esa fórmula. Y si transmito esa asociación de imágenes a un
tercero, cada vez que él se encuentre con ese esqueleto recordará igualmente la
dichosa fórmula.
—Funciona más o menos así, en efecto —concede complacido—.
Ahora bien: debes saber que los últimos practicantes de ese arte vivieron en el
tiempo en el que Brueghel pintó El
triunfo de la muerte. Como te he dicho, con la aparición de la imprenta el
arte de la memoria perdió buena parte de su sentido. Ya nadie necesitaba
«almacenar» grandes cantidades de información en imágenes, ni «escribir»
usándolas, salvo…
— ¿Salvo qué?
— Salvo que alguien necesitara desarrollar un código gráfico
con el que proteger un saber al que sólo debían acceder unos pocos.
— Pero ¿Quién iba a
necesitar algo así?
— Oh. Se me ocurren muchos. Los alquimistas, por ejemplo.
¿Te has fijado alguna vez en uno de sus tratados? ¿Has visto el Mutus Liber, el Libro Mudo, por ejemplo?
Es un manual de alquimia que no contiene una sola palabra impresa.
Sólo imágenes… ¡llenas de información encriptada! Y se entiende. Al trabajar con un asunto que despertaba tanta codicia como el de la transmutación de los metales, los practicantes del «arte sagrado» crearon todo un universo de imágenes y emblemas exóticos en los que depositaron sus secretos. Por descontado, sus diseños resultaban absurdos a ojos de los no iniciados.
Un león devorando al Sol, un
ave fénix surgiendo de sus cenizas, un dragón de tres cabezas o una criatura
mitad hombre mitad mujer transmitían en realidad fórmulas químicas complejas e
instrucciones, cantidades y elementos para fabricar sus compuestos.
Sólo imágenes… ¡llenas de información encriptada! Y se entiende. Al trabajar con un asunto que despertaba tanta codicia como el de la transmutación de los metales, los practicantes del «arte sagrado» crearon todo un universo de imágenes y emblemas exóticos en los que depositaron sus secretos. Por descontado, sus diseños resultaban absurdos a ojos de los no iniciados.
- El león devorando el Sol - |
— Hummm… —mascullo—. Supongo que tomaron esas precauciones
sobre todo de cara a la Inquisición. Aunque, que yo sepa, Brueghel no fue un
alquimista. ¿O me equivoco?
El maestro arruga la frente como cada vez que uno de mis
comentarios le divierte, y se apresura a responder:
— No seas inocente, Javier. ¿Qué pintor no lo fue? ¿Acaso no
figuraba entre las tareas de todo buen artista hacerse él mismo las mezclas de
colores o experimentar en busca de texturas y tonos nuevos? ¿No era ésa una de
las señas de identidad que diferenciaba a unos maestros de otros? ¿Y no se
asemeja eso al trabajo que presumimos en los alquimistas? Por otra parte
—carraspea—, Brueghel demostró que conocía bien ese oficio y sus penurias
retratándolo en uno de sus grabados más populares. En él muestra el laboratorio
de un hombre que gasta hasta su última moneda en lograr la piedra filosofal,
mientras un loco le aviva la lumbre y su esposa no tiene con qué dar de comer a
sus hijos.
— Quizá. Naturalmente, existen algunos otros. Recuerdo por
ejemplo una carta de Jan, el hijo mayor de Brueghel, fechada en 1609 y dirigida
al cardenal Federico Borromeo. En ella se quejaba de cómo el afán coleccionista
de Rodolfo II de Baviera lo había dejado sin cuadros de su padre. Y si por algo
se conoció a Rodolfo II fue por su protección de las ciencias ocultas. Todos lo
llamaron «el emperador alquimista», así que ya puedes imaginarte por qué sintió
esa pasión por el pintor.
— ¿Sólo por Brueghel?
—Oh, no, no. También
por el Bosco. Lo que no te he dicho es que Rodolfo II era sobrino de Felipe II.
Y fue el rey de España, también coleccionista de Boscos y Brueghels, quien lo
educó entre los ocho y los dieciséis años, en El Escorial.
— Ajá. Y supongo que de anécdotas como ésta usted infiere
que el maestro Brueghel, todo un alquimista enmascarado, conocía y practicaba
el arte de la memoria. Es eso, ¿no?
- La muerte no tiene distingos. La avaricia y la codicia no la detienen- |
Fovel asiente:
— Es obvio. Aunque no sólo los alquimistas utilizaron esa
técnica, hijo. También los practicantes de cultos heterodoxos se hicieron
maestros en el arte de disfrazar sus ideas tras imágenes aparentemente
católicas. Como este Triunfo de la muerte,
por cierto.
— ¿Y puedo preguntarle qué fue exactamente lo que Brueghel
quiso ocultarnos aquí?"
(continuará)
(continuará)
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