El capítulo 14º está dedicado a la
tabla de Pieter Brueghel el Viejo “El triunfo de la muerte”. En este cuadro se representa el triunfo de la muerte como se describe en el capítulo XX del Apocalipsis con la destrucción de la
Humanidad.
Parece que este cuadro se pintó treinta
y cinco años después de que otro pintor, Hans Holbein el Joven, diseñase lo que se
conoce como el alfabeto de la muerte,
una tipografía en donde aparecen las letras, desde la A a la Z, con representaciones de
esqueletos. En las siguientes entregas asistiremos a la visita de Javier Sierra al museo en la que Fovel le explica las claves del cuadro de Brueghel que cambian totalmente la interpretación del mismo.
“Antes de que la tarde vuele, el maestro Fovel me acompaña a
otro rincón de la sala 56ª del Museo del Prado. Por increíble que parezca,
todavía no ha pasado ni un alma cerca de nosotros. Son casi las cinco de la
tarde y seguimos a solas. Por prudencia, no digo nada. Él tampoco. Entonces ni
se me ocurrió pensar que ya habíamos experimentado antes una circunstancia
parecida. Que ambos habíamos sido los dos únicos visitantes en un museo que
recibe más de dos millones de personas al año. Si en ese momento hubiera tenido
el tino de calcular las probabilidades que teníamos de vivir dos instantes como
aquél en poco menos de un mes, me habría dado cuenta de la magnitud de lo que
estaba pasando. Sin embargo, torpe de mí, iba a tardar mucho en atar semejantes
cabos…
— No puedes irte sin ver esto —me dice ajeno al nudo que
apelmaza mi estómago y que entonces no supe explicar. La escena a la que me
conduce el doctor Fovel no mejora mi ánimo.Apostado en el flanco izquierdo de nuestro campo visual, sobre una tabla primorosamente enmarcada de poco más de metro y medio de largo, un ejército de esqueletos parece dispuesto a entrar en combate contra unos pocos humanos que se resisten a morir. La imagen ante la que el maestro del Prado se ha detenido es en verdad extraordinaria. Las huestes de la parca han tomado posiciones y no van a replegarse.
Pasean por la plaza principal con un carro rebosante de cráneos; una máquina de guerra liderada por un encapuchado siniestro que lanza llamas desde su interior avanza posiciones; cerca se adivinan esqueletos que, espada en mano, aniquilan sin piedad a hombres y mujeres; unos cuelgan a los condenados, otros les abren la garganta con cuchillos y otros los arrojan al río, donde sus cuerpos desnudos se hinchan como globos.
Mudo de asombro, contemplo también una plaza fortificada que se asoma al mar. Está a rebosar de calaveras exultantes de alegría. Extramuros, el panorama tampoco deja hueco a la esperanza. Los campos de la retaguardia lucen esquilmados. Hay restos putrefactos de ganado por doquier, y el humo de varios barcos y edificios costeros no hace sino amplificar la sensación de que ésta es una escena terminal. Sin expectativas. Y lo peor: en el horizonte se adivinan nuevos ejércitos de descarnados abriéndose paso, implacables, hacia las ruinas de la civilización. Me basta un segundo para comprender que nadie va a resistir al empuje de los caídos.
-autoretrato P. Brueghel- |
El triunfo de la
muerte resulta desolador. Fue pintado hacia 1562 por Pieter Brueghel el Viejo cuando nadie se había imaginado aún un «apocalipsis zombi». Faltan algo
más de dos siglos para la llegada de Goya, el genio de la desazón, aunque lo
que Brueghel pinta nada tiene que envidiarle. Ambos artistas fueron víctimas de
su tiempo. Al flamenco, sin ir más lejos, le tocó vivir seis guerras casi
ininterrumpidas entre los Habsburgo y los Valois. Y a esas luchas
territoriales, iniciadas en 1515, pronto se les sumó el horror de las epidemias
de peste que diezmarían a la población, sin distingo de ricos, religiosos,
niños o pobres.
Brueghel tenía alrededor de treinta y cinco años cuando pergeñó
su pesadilla. Y esa tabla —qué ironía— no iba a tardar en resultarle profética:
«el Viejo» no cumplirá los cuarenta. Como si sus pinceles hubieran intuido su
destino, la peste se lo llevó dejándonos huérfanos de su talento.
Creo entender enseguida por qué mi interlocutor insiste en
pararse frente a este paisaje. La tabla de Brueghel —al igual que sucede con el
tríptico El jardín de las delicias—
fue pintada para invitar a la reflexión. Incluso, de algún modo, podrían
considerarse complementarias. Es decir: mientras que la obra del Bosco se
inspira en el primer libro de la Biblia y en una lectura superficial narra el
origen de nuestra especie, la de Brueghel se lee como su perfecta antítesis.
Bebe del último libro de las Escrituras, el Apocalipsis de San Juan, y parece
una extensión extrema del infierno del Bosco. Aquí, los grotescos horrores del
Jardín nos muestran su verdadera cara, exhibiéndose en toda su crudeza.
Ensimismado, recuerdo que estoy ante una versión mejorada de las Totentanz, las «Danzas de la Muerte», un género pictórico muy popular en la Centroeuropa del «viejo» pintor. Pero justo cuando me dispongo a abrir la boca para expresar esa idea al maestro Fovel, el doctor me cambia el paso:
- Basler Totentanzes, 1806, Johann Rudolf Feyerabend - |
Ensimismado, recuerdo que estoy ante una versión mejorada de las Totentanz, las «Danzas de la Muerte», un género pictórico muy popular en la Centroeuropa del «viejo» pintor. Pero justo cuando me dispongo a abrir la boca para expresar esa idea al maestro Fovel, el doctor me cambia el paso:
— Quiero plantearte un enigma, hijo —dice muy serio—. ¿Estás
preparado? Sus palabras me arrancan de
la imagen. Lo miro algo desconcertado, pero me dejo hacer.
— ¿Qué clase de enigma, doctor?
— Tiene que ver con
algo de lo que no hemos hablado aún. Se llama el arte de la memoria y es una
disciplina de la que espero sacarás gran provecho cuando, en adelante, entres
en un museo de pintura.
—Estoy listo —asiento intrigado"
(continuará)
(continuará)
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