Acabamos con esta sexta entrega el capítulo XIII del libro de Javier Sierra, "El maestro del Prado", en el que nos cuenta los secretos que esconde la tabla del Bosco "El jardín de las delicias".
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS (VI)
—En el grabado no se sabe. Pero aquí, en la tabla, ambos hombres nos miran posando
junto a esa Eva naciente que se asoma a una especie de puerta de cristal
entreabierta. Parecen señalar a un tiempo a la mujer y al umbral, como si
fueran la finalidad última de la composición.
"—Como te he dicho, el hombre del grabado de Lampsonius es un
anciano, pero con la mano derecha hace el mismo signo inequívoco que el maestro
del Espíritu Libre. Está señalando algo.
—¿Y qué es, doctor?
—¡La herramienta!
—Exacto. —Una
mueca enigmática afloró al rostro de Fovel—. El cuadro debe entenderse como una
puerta. Un umbral que te traslada a una realidad trascendente. Y la mujer en
actitud de descanso, semidormida, representa la llave con la que la abriremos.
Como te he dicho, Fraenger creía que este tríptico se utilizó como un
instrumento de meditación. A través de él, los adeptos del Espíritu Libre pudieron acceder a las grandes enseñanzas de la secta, y también a visiones de
carácter místico, íntimas, a las que atribuían un tremendo valor espiritual. Mi
impresión es que puerta y dama meditabunda son un jeroglífico que explica para
qué sirve y cómo debe usarse este cuadro. ¿Quieres que te lea lo que Fraenger
dice al respecto?
—¡Claro!
El doctor Fovel rebuscó entonces en uno de
los bolsillos de su abrigo hasta que extrajo un tomo de tamaño medio y tapa
oscura, manoseado, en el que sólo distinguí el nombre del sabio alemán que
tanto había impactado a mi maestro. Lo abrió por una de sus marcas y leyó:
- Wilhelm Fraenger - |
Fovel se detiene y deja que aquellas palabras calen en mí.
No tardo mucho en reaccionar.
—Entonces… —busco las mejores palabras—, ¿usted sabe cómo abrir esta
puerta? ¿Sabría meterse en el cuadro? ¿En la herramienta?
—Me temo que no —suspira por segunda vez—.
Ni siquiera Fraenger lo consiguió. Cuando los bombardeos aliados de Berlín
destruyeron su apartamento y sus notas, se pasó años tratando de atravesar ese
umbral, sin éxito. De sus intentos sólo ha llegado la sugerencia de que el
viaje se iniciaba cuando el adepto detenía la mirada en la base de la «fuente
de la vida» del panel derecho, en el agujero ocupado por la lechuza, y se
dejaba llevar a través de él. Yo lo he intentado. De veras. De hecho, llama
mucho la atención que haya varias de estas aves repartidas por toda la
composición, como si fueran cerraduras para una misma puerta. Y aunque su
significado me resulta clarísimo, no es fácil hacerlas «funcionar».
—Son aves capaces de ver
en las tinieblas, hijo. Desde tiempos remotos encarnan el ideal de conocimiento
supremo, de aquel que penetra en lo invisible. Sólo ellas se mueven con total
precisión en lo oscuro. Y eso quería decir, a ojos de los antiguos, que podían
atravesar los territorios de la muerte. Del más allá. Eran seres psicopompos.
Conductores de almas.
—Luego estamos
ante otro cuadro mediúmnico.
- Caronte, barquero de Hades, guía las almas hacia el más allá - |
—Bueno —sonríe—,
no es ningún secreto que Felipe II fue un hombre de convicciones
contradictorias. Por un lado estuvo empeñado en defender a ultranza la fe
católica, en extender los tribunales de la Inquisición por todas sus posesiones
y en mantener a raya a protestantes y herejes como fuera. Pero por otro
patrocinó experimentos alquímicos a su arquitecto Juan de Herrera, fue un ávido
coleccionista de textos herméticos, mágicos y astrológicos, y hasta custodiaba
junto a sus reliquias, en su guardajoyas personal, no menos de seis cuernos de
unicornio. Fue un hombre en el que ortodoxia y heterodoxia, fe y paganismo,
se dieron continuamente la mano. Apuesto a que oyó decir algo de las
propiedades visionarias del cuadro y por eso se empeñó en tenerlo cerca durante
su agonía.
- Felipe II - |
—¡Y tanto que sí! —exclama—. Al Bosco lo
llamaron de todo. «Pintor de diablos» fue lo más suave que le dijeron. La
mayoría de quienes vieron sus tablas nunca pudieron explicarse la obsesión del
rey por ellas. Por suerte, no fue un artista demasiado prolijo. Sus obras son
escasas: no llegan a cuarenta. Sin embargo, sabemos que Felipe II se convirtió
en su mayor coleccionista. Cuando murió tenía en su poder nada menos que
veintiséis cuadros pintados por él. Y la mayoría mandó colgarlos en las paredes
de El Escorial.
-Quizá lo hizo porque el padre Sigüenza medio convenció a sus
críticos de que sólo se trataba de obras satíricas. Pinturas que invitaban a
meditar sobre las perversiones que acechaban al buen cristiano, y a no caer en
los errores representados allí. Lo llamativo es que esa interpretación fue
aceptada de modo casi unánime, sin el más mínimo sentido crítico, hasta bien
entrado el siglo siguiente.
—Entonces,
volviendo a la muerte del rey, doctor, ¿por qué cree que querría tener este
tríptico a la vista?
El doctor Luis
Fovel me observa entonces con un gesto de picardía dibujado en el rostro. Se
atusa el abrigo levantándose las solapas y, mientras da media vuelta quedando
de espaldas al tríptico, me estampa:
- Últimos momentos de Felipe II - |
—¿Y tú? ¿Por qué crees que lo haría?"
No hay comentarios:
Publicar un comentario