miércoles, 14 de mayo de 2014

UN PASEO POR EL PRADO: EL JARDÍN DE LAS DELICIAS. JERÓNIMO EL BOSCO (y VI)

Acabamos con esta sexta entrega el capítulo XIII del libro de Javier Sierra, "El maestro del Prado", en el que nos cuenta los secretos que esconde la tabla del Bosco "El jardín de las delicias".

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS (VI)



"—Como te he dicho, el hombre del grabado de Lampsonius es un anciano, pero con la mano derecha hace el mismo signo inequívoco que el maestro del Espíritu Libre. Está señalando algo. —¿Y qué es, doctor?    
—En el grabado no se sabe. Pero aquí, en la tabla, ambos hombres nos miran posando junto a esa Eva naciente que se asoma a una especie de puerta de cristal entreabierta. Parecen señalar a un tiempo a la mujer y al umbral, como si fueran la finalidad última de la composición.    
—¡La herramienta!    

—Exacto. —Una mueca enigmática afloró al rostro de Fovel—. El cuadro debe entenderse como una puerta. Un umbral que te traslada a una realidad trascendente. Y la mujer en actitud de descanso, semidormida, representa la llave con la que la abriremos. Como te he dicho, Fraenger creía que este tríptico se utilizó como un instrumento de meditación. A través de él, los adeptos del Espíritu Libre pudieron acceder a las grandes enseñanzas de la secta, y también a visiones de carácter místico, íntimas, a las que atribuían un tremendo valor espiritual. Mi impresión es que puerta y dama meditabunda son un jeroglífico que explica para qué sirve y cómo debe usarse este cuadro. ¿Quieres que te lea lo que Fraenger dice al respecto?    
—¡Claro!    

El doctor Fovel rebuscó entonces en uno de los bolsillos de su abrigo hasta que extrajo un tomo de tamaño medio y tapa oscura, manoseado, en el que sólo distinguí el nombre del sabio alemán que tanto había impactado a mi maestro. Lo abrió por una de sus marcas y leyó:

- Wilhelm Fraenger -
-Para iniciar su propio camino espiritual, los discípulos del Espíritu Libre se situaban frente a este panel de meditación. En el momento de máxima concentración eran arrancados lentamente del mundo cotidiano y penetraban en un universo espiritual que descubrían poco a poco y que les revelaba significados cada vez más profundos. El único modo de comprender el panel era concentrarse incesantemente sobre él. El espectador se convertía así en co-creador, en intérprete autónomo de los símbolos solemnes y enigmáticos que tenía delante de los ojos. La pintura no se petrificaba nunca sino que era animada de continuo por el flujo viviente del devenir, del desarrollo orgánico, de la revelación progresiva. Y todo esto, en armonía con el contenido evolucionista que constituye la estructura intelectual del tríptico.

Fovel se detiene y deja que aquellas palabras calen en mí. No tardo mucho en reaccionar.    
—Entonces… —busco las mejores palabras—, ¿usted sabe cómo abrir esta puerta? ¿Sabría meterse en el cuadro? ¿En la herramienta?    
—Me temo que no —suspira por segunda vez—. Ni siquiera Fraenger lo consiguió. Cuando los bombardeos aliados de Berlín destruyeron su apartamento y sus notas, se pasó años tratando de atravesar ese umbral, sin éxito. De sus intentos sólo ha llegado la sugerencia de que el viaje se iniciaba cuando el adepto detenía la mirada en la base de la «fuente de la vida» del panel derecho, en el agujero ocupado por la lechuza, y se dejaba llevar a través de él. Yo lo he intentado. De veras. De hecho, llama mucho la atención que haya varias de estas aves repartidas por toda la composición, como si fueran cerraduras para una misma puerta. Y aunque su significado me resulta clarísimo, no es fácil hacerlas «funcionar».    


—¿Ah, sí? ¿Qué significan las lechuzas según usted?    
—Son aves capaces de ver en las tinieblas, hijo. Desde tiempos remotos encarnan el ideal de conocimiento supremo, de aquel que penetra en lo invisible. Sólo ellas se mueven con total precisión en lo oscuro. Y eso quería decir, a ojos de los antiguos, que podían atravesar los territorios de la muerte. Del más allá. Eran seres psicopompos. Conductores de almas.    
—Luego estamos ante otro cuadro mediúmnico.


- Caronte, barquero de Hades, guía las almas hacia el más allá -
—En cierto modo, sí. Pero nos queda por determinar qué clase de medio es el que propone el artista para llegar al «otro lado», a Dios. ¿Simple meditación? ¿Drogas? ¿Tal vez la Claviceps purpurea, el hongo del centeno, tan popular en las bebidas de los Países Bajos? Fraenger no es nada claro al respecto, pero apostaría a que cuando la obra llegó a manos de Felipe II, a finales del siglo XVI, él y sus sabios de confianza sabían ya de su fortísima carga visionaria…    
- Juan de Herrera -
—¿Y por qué está tan seguro?    
—Bueno —sonríe—, no es ningún secreto que Felipe II fue un hombre de convicciones contradictorias. Por un lado estuvo empeñado en defender a ultranza la fe católica, en extender los tribunales de la Inquisición por todas sus posesiones y en mantener a raya a protestantes y herejes como fuera. Pero por otro patrocinó experimentos alquímicos a su arquitecto Juan de Herrera, fue un ávido coleccionista de textos herméticos, mágicos y astrológicos, y hasta custodiaba junto a sus reliquias, en su guardajoyas personal, no menos de seis cuernos de unicornio. Fue un hombre en el que ortodoxia y heterodoxia, fe y paganismo, se dieron continuamente la mano. Apuesto a que oyó decir algo de las propiedades visionarias del cuadro y por eso se empeñó en tenerlo cerca durante su agonía.    

- Felipe II -
—¿Y eso no fue polémico? ¿Nadie cuestionó que el rey se preocupara de un cuadro tan raro? ¿Nadie desconfió de ese artista en la corte más católica del mundo?    
—¡Y tanto que sí! —exclama—. Al Bosco lo llamaron de todo. «Pintor de diablos» fue lo más suave que le dijeron. La mayoría de quienes vieron sus tablas nunca pudieron explicarse la obsesión del rey por ellas. Por suerte, no fue un artista demasiado prolijo. Sus obras son escasas: no llegan a cuarenta. Sin embargo, sabemos que Felipe II se convirtió en su mayor coleccionista. Cuando murió tenía en su poder nada menos que veintiséis cuadros pintados por él. Y la mayoría mandó colgarlos en las paredes de El Escorial. 

-Quizá lo hizo porque el padre Sigüenza medio convenció a sus críticos de que sólo se trataba de obras satíricas. Pinturas que invitaban a meditar sobre las perversiones que acechaban al buen cristiano, y a no caer en los errores representados allí. Lo llamativo es que esa interpretación fue aceptada de modo casi unánime, sin el más mínimo sentido crítico, hasta bien entrado el siglo siguiente.    
—Entonces, volviendo a la muerte del rey, doctor, ¿por qué cree que querría tener este tríptico a la vista?    

- Últimos momentos de Felipe II -
El doctor Luis Fovel me observa entonces con un gesto de picardía dibujado en el rostro. Se atusa el abrigo levantándose las solapas y, mientras da media vuelta quedando de espaldas al tríptico, me estampa:    
—¿Y tú? ¿Por qué crees que lo haría?"


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