miércoles, 9 de marzo de 2011

Memorias de un pelón en Taiwán (I). Las fiestas de Mendaza.

En entregas sucesivas iremos presentando historias de Mendaza que nos recuerda desde la distancia Manuel Piérola Mansoa, agustino recoleto, nacido en Mendaza, digamos que en el siglo pasado, y que vive en Taiwán desde hace más de 40 años. Gracias Manolo.
Ah, se me olvidaba aclarar, "pelones" es el apelativo cariñoso de los nacidos en el pueblo de Mendaza.

FIESTAS DE MENDAZA

Eran a primeros de octubre. Comenzaban entonces el 1 de octubre, día de San Félix. San Félix era un obispo que estaba, aún está sentado en medio del retablo de la parroquia. Recuerdo que cuando le preguntaba a mi madre quién podría ser San Félix, no me sabía responder. Mi madre era de Mendaza y tal vez no conocía las tradiciones del pueblo.



Los actos del primer día comenzaban en la parroquia y después la alegría más o menos desbordante se situaba en la calle o en la plaza, y los últimos años en el frontón.

Los músicos venían a veces de Lodosa, pero después comenzó a venir la "orquestina". ¡Qué bien sonaba lo de la orquestina....! Lo de banda....muy vulgar, y orquesta, sería demasiado grande para meterla en el tablado. Y así un año contrataron a la Orquestina de Oyón, sí de Oyón, un pueblo famoso  que estaba nada menos que detrás de Codés. Para nosotros los niños, Oyón sonaba mucho... ¿tenía que estar muy lejos, casi en el cielo! era de ver a niños y grandes, en las rondas por el pueblo y en el baile, cantando versos con la seriedad de juglares pelones.

Si quieres pasar fiestas
con alegría y humor,
no tienes más que pedírselo
 a la orquestina de Oyón.
¡Riau, Riau!

Y cuando nos encontrábamos con chicos de otros pueblos, decíamos con orgullo: En Mendaza llamamos a la Orquestina de Oyón, ¡fíjate,  la Orquestina de Oyón!

Los gritos de la trompeta…, los sonidos bajos del contrabajo, los solemnes golpes del bombo nos abrían los ojos de admiración… ¡y aquel instrumento que se encogía y se estiraba en medio de ecos dulces!...¡el clarinete! Mientras tanto, todo el pueblo parecía gozoso: los viejos viendo bailar, los no tanto y los jóvenes bailando hasta cansarse y sudar y hasta los niños y no tan niños, haciendo sus primeros intentos.

Había algunos huéspedes obligados que nunca faltaban, los vendedores de caramelos y chucherías. Vendían de todo: caramelos de todas formas y colores, pedorretas y petardos que explotaban al caer al suelo o al pisarlas, con más de un susto de los descuidados, anguilas dulces, sombreros de papel, helado, frutas escarchadas (de estas pocas, que eran caras), chuflas de caña con tres o cuatro agujeros, pitas de madera de una sola nota, silbatos de chapa, algunos pañuelos de fiesta, alpargatas con cintas de colores, molinillos de papel y otras muchas cosas más. Un verdadero muestrario de la industria popular de aquel tiempo. Pero alegraban el corazón. No valían mucho, pero nos dejaban limpios los bolsillos en poco rato. La verdad es que nuca teníamos más de un duro.



Entre los vendedores estaba sin falta todos los años, La Pista de Los Arcos. Aquella mujer menudita, gritona, sin parar en todo el día detrás de su mesa, presentando a gritos su mercancía, siempre sonriendo a los niños, con alguna palabra oportuna y picarona a los mayores… Su carita pequeña que parecía triste, pero enérgica a la vez. Todo el mundo preguntaba por ella cuando tardaba en llegar y plantar su tabladillo… ¿Y la Pista? ¿No viene este año? Nunca falló.


Un año, ya de noche, uno venido de Pamplona, decían, y por tanto admirado por todos los del pueblo, quiso tirar al tira-pichón. No sé cuantos tiros, aunque yo estaba allí, y quiso marcharse sin pagar. El hijo de la Pista, pequeño y enjuto como su madre, y como ella también enérgico, no quiso pasar por ello. Comenzaron por palabras menores, pero pronto pasaron a las manos. El revuelo era fenomenal. El Pisto llevaba las de perder. Después de varios golpes, el Pisto cogió la escopeta de aire comprimido dispuesto a disparar... No hubo tiempo. Llegó en esto marcos Antoñana, el marido de la Marina, la del barrio de arriba, agarró al de Pamplona, le dio un par de sopapos y le dijo delante de todo el pueblo: “Ahora a casa y mañana a Pamplona en la primera Estellesa! Se calmó el jaleo. Quien más, quien menos, estaba a favor de la Pista y su hijo y siguió el baile…


A parte de unos pocos hechos como éste, las fiestas transcurrían con alegría y humor. El Sr. Cura, D. Teófilo Paulín, cerraba la iglesia después de la misa mayor del primer día. Algunos, menos amigos de la fiesta, se iban de visita a casa de los familiares. Las tiendas no se cerraban porque las dos eran precisamente las tabernas y siempre era necesaria alguna compra de última hora.

No sé qué quedará de aquellas fiestas tan bullangueras. Hace unos años, me tocó estar en las de Mirafuentes, pero ya no se parecían a las que yo había vivido en Mendaza.


Manuel Piérola
Un pelón en Taiwán

No hay comentarios:

Publicar un comentario