Continuamos con la tercera entrega del capítulo XIII del libro de Javier Sierra, "El maestro del Prado", en el que nos cuenta los secretos que esconde la tabla del Bosco "El jardín de las delicias".
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS (III)
" Es entonces cuando me doy permiso para levantar por primera
vez los ojos hacia el Jardín. La tabla
de la izquierda parece la más serena del conjunto. Por un momento creo que si
concentro mi atención en ella lograré apaciguar mis nervios. Funciona. Sus
colores, sus imágenes principales, desnudas pero sosegadas, logran decelerar mi
respiración por un momento. Y al cabo de un minuto empiezo a fijarme en la
constelación de detalles que se abre ante mí. La pintura es un prodigio. Aunque
mires una y otra vez un mismo cuadrante, siempre encuentras algo nuevo en lo
que fijar la atención. Y eso que, a diferencia del resto de la composición, la
parte del tríptico que he elegido es la menos saturada de todas.
De hecho, parece muy sencilla de entender. Está casi desprovista de figuras en comparación con las otras dos. Pero se trata de un mero efecto óptico. Aunque es cierto que sólo se ven tres humanos en esa escena, el universo animal que hay detrás se antoja infinito: elefantes, jirafas, puercoespines, unicornios, conejos y hasta un oso subiéndose a un frutal.
Por alguna oscura razón, algunos de ellos —sobre todo los pájaros— aumentarán de tamaño y se convertirán en gigantes en la tabla de al lado. Pero el artista no insiste en ese detalle. Quiere que nos centremos en las tres figuras humanas. Y lo hago.
De hecho, parece muy sencilla de entender. Está casi desprovista de figuras en comparación con las otras dos. Pero se trata de un mero efecto óptico. Aunque es cierto que sólo se ven tres humanos en esa escena, el universo animal que hay detrás se antoja infinito: elefantes, jirafas, puercoespines, unicornios, conejos y hasta un oso subiéndose a un frutal.
Por alguna oscura razón, algunos de ellos —sobre todo los pájaros— aumentarán de tamaño y se convertirán en gigantes en la tabla de al lado. Pero el artista no insiste en ese detalle. Quiere que nos centremos en las tres figuras humanas. Y lo hago.
Uno está vestido. Debe de ser Dios. Toma de
la muñeca a una joven desnuda, Eva, y se la presenta a un Adán tumbado al que, deduzco,
le acaban de extirpar una costilla. Hay algo en él que me deja perplejo: el
Gran Cirujano, Dios, no presta atención alguna a sus creaciones. Ni siquiera
parece interesado en presentarlas entre sí. Está mirándome a mí. Si he de hacer
caso a lo que de ese momento dice la Biblia, está a punto de sentenciar algo:
«No es bueno que el hombre esté solo.»
Algo intimidado, tomo la cámara y, jugando con el
teleobjetivo de 200 mm, click, click, obtengo detalles de esos ojos. Son
penetrantes. Severos. Y, junto con los de la lechuza que se asoma del
árbol-fuente-o-lo-que-sea que está sobre su cabeza, forman un conjunto de lo
más perturbador. Estar a sólo unos
centímetros de esa tabla, en silencio, me hace sentir un escalofrío tras otro.
«Pero ¿por qué?», me pregunto. «¿Acaso no es paz lo que debería evocar una
imagen del paraíso?» Entonces, levanto los ojos del visor y echo un nuevo vistazo a la sala. Las dos únicas puertas de acceso a la 56a permanecen mudas. No parece que vaya a franquearlas ningún visitante. Y así, sentado en el pavimento de gres, con las piernas cruzadas, regreso al cuadro. En algún lugar había leído que la tabla de la izquierda representaba la creación del hombre. El momento perfecto que Adán y Eva compartieron en el jardín del edén antes de cometer la torpeza de ingerir el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal que, intuyo, podría ser la estructura rosada en la que ha anidado esa misteriosa lechuza.
Hasta ahí la lectura fácil de esta obra. La miro. Me mira. Y me doy cuenta de que, por caprichos de la geometría, la misteriosa ave rapaz ocupa el centro exacto de la pintura. Pero hay más: al fijarme mejor en ese punto, percibo que no todo marcha bien en la escena. Dirijo la lente hacia allí para ampliarlo y descubro algo terrible: junto a la «fuente», saliendo de las aguas, distingo un reptil de tres cabezas. Lo fotografío. Y antes de que alcance a verlo a ojo desnudo, tropiezo con otro mutante más, ya cerca de mi posición: es un pájaro tricéfalo que parece pelearse con un pequeño unicornio y un pez con pico. A su derecha, un híbrido de ave y reptil devora a un sapo. Y en el lado opuesto, un gato ha atrapado a un roedor y se lo lleva para dar cuenta de él. «Pero ¿no había sido desterrada la muerte del paraíso terrenal?», barrunto recordando mis tiempos de lecturas bíblicas.
—¡Pobre Javier! Terminarás borracho si no ves esta imagen de la mano de un buen guía… La voz del maestro del Prado, alta, grave y burlona, retumbó en la sala, estremeciéndola. A punto estuvo de caérseme la cámara de las manos. —El jardín de las delicias es una excelente elección —sonrió a mis espaldas, satisfecho por el respingo que me había provocado—. De hecho, es algo así como el examen de fin de carrera para quien guste de los arcanos del Prado. No puedo entender cómo Luis Fovel ha atravesado la sala sin llamar mi atención. El caso es que está allí. Firme, vestido con su abrigo de paño de siempre y sus zapatos de suela rígida, a menos de una zancada de mi improvisado asiento.
—¿Qué…, qué clase de examen? —balbuceo sin lograr salir del todo de mi asombro. —Sería uno lleno de preguntas trampa —dice sonriente—. Nadie sabe nada a ciencia cierta de esta obra. Ni siquiera su nombre. El jardín es sólo una denominación moderna. Otros la han llamado El reino milenario, La pintura del madroño, El paraíso terrenal… Y esa ambigüedad es lo que la convierte en uno de los cuadros más importantes del arcanon del Prado. Si te digo la verdad, para mí es una pintura profética. Un aviso. Un augurio para nuestro tiempo. Pero mucho me temo que si quieres comprender esa función tendrás que mirarla desde otro ángulo. Si te enfrentas a ella así, de frente, como lo hacen los turistas, sólo cosecharás equívocos.
Le hubiera dado un abrazo allí mismo. Después de mi tropiezo con el señor X, tenerlo junto a mí de nuevo, iluminándome con sus lecciones, me hace sentir una euforia incontenible. Él lo percibe y me detiene, parapetándose tras una mirada gélida. Me advierte que entender El jardín de las delicias podría llevarnos una vida y aun así sería insuficiente, y me previene que lo que se dispone a contarme apenas servirá para raspar en la superficie de su misterio.
«No has llegado al final de tu carrera», dice. «Apenas estás empezándola.»
Guardo entonces mi entusiasmo y mis preguntas para el momento oportuno y, cerrando la tapa del objetivo de la cámara, me pongo en pie, me sacudo el pantalón y dejo que me conduzca hasta un extremo de la tabla. El maestro hace entonces algo que me deja estupefacto: alarga la mano hasta el pesado marco dorado y negro del tríptico y tira con fuerza de él. Noto un leve crujido y, dócil, observo cómo la tabla del paraíso se mueve hacia nosotros, cerrándose sobre la parte central de la composición. Fovel repite la operación con la pieza opuesta, ocultando la obra como quien cierra un armario.
—¡Así es como debes empezar a admirar esta herramienta!
—¿Herramienta? Fovel sonríe.
—Enseguida lo comprenderás, hijo. Pero antes dime, ¿qué ves?
El jardín de las delicias, cerrado, se me antoja todo un hallazgo. Está cuidadosamente pintado, pero apenas tiene color. Muestra una escena irreal, en la que todo lo domina una insípida esfera transparente habitada por una gran isla circular que simula emerger de las aguas. Sobre ella, en la esquina superior izquierda, muy pequeño, se distingue un anciano con triple corona y un libro abierto entre las manos. Es Dios y lo contempla todo cerca de dos frases escritas en letras góticas: Ipse dixit et facta sunt e Ipse mandavit et creata sunt.
—¿Qué significan? —pregunto después de silabearlas.
—Son palabras sacadas del primer capítulo del Génesis, hijo. Corresponden al segundo día de la creación, cuando el Padre ordena que emerja la tierra firme, la separa de las aguas y la llena de hierba y frutales. «Él lo dijo y todo fue hecho», «Él lo ordenó y todo fue creado», dicen.
- El lo dijo y todo fue hecho. El lo mandó y todo fue creado - |
—En realidad, a la aparición de casi todo —me acota—. En términos joaquinitas, la escena se corresponde con el reino del Padre.
—¿En términos joaquinitas? ¿El reino del Padre? ¿Qué es eso, doctor?
—Ah, claro. Hay que explicártelo todo —responde sin fastidio—. ¿Recuerdas cuando hablamos de Rafael y de la famosa pugna de León X y el cardenal Sauli por convertirse en ese Papa Angélico que unificaría a la cristiandad?
Asiento. Cómo iba a olvidarlo.
—Pues bien —prosigue—, ya entonces te dije que el hombre que profetizó por primera vez la llegada de ese pontífice casi sobrenatural fue un monje que vivió en el siglo XIII. Un tipo temperamental del sur de Italia llamado Joaquín de Fiore. De ahí lo de joaquinita. —Ya… —Trato de hacer memoria a toda prisa—. Recuerdo que mencionó la enorme influencia que tuvo en la redacción del Apocalypsis Nova. Pero no me dijo usted mucho más.
- Joaquín de Fiore en su escritorio - |
—Tienes buena cabeza —asiente—. Es verdad. No te hablé de la tremenda expansión que tuvieron sus ideas en la Europa del Renacimiento porque no era el momento oportuno. Pero ahora lo es. Fray Joaquín de Fiore fue un auténtico visionario. Comenzó a experimentar trances y éxtasis justo después de una visita al monte Tabor que hizo durante su peregrinaje a los Santos Lugares.
-Pero, ojo, además de vidente fue también un intelectual que desarrolló lo que llamó spiritualis intelligentia, una capacidad única para combinar razón y fe que lo convirtió en uno de los grandes pensadores de su tiempo. Todo el mundo lo tuvo en la máxima consideración. Mantuvo correspondencia con tres papas. Ricardo Corazón de León fue a escucharlo a Sicilia. Sus escritos eran considerados casi como la palabra de Dios. De hecho, fue en ellos donde anunció la inminente llegada de un Papa Angélico que uniría poder material y espiritual. Aunque lo que verdaderamente le importaba era lo que creía que iba a llegar después de ese pontífice: ¡el reino milenario! "
(continuará)
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