En las siguientes entregas asistiremos a la visita de Javier Sierra al museo del Prado en la que Fovel le explica las claves mágicas que se atribuyen al cuadro del Bosco "El Jardín de las delicias", y de las que el mismo Felipe II parece que era conocedor y utilizó en los momentos previos a su muerte.
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
En esas cuarenta y ocho horas no pasaron grandes cosas. O eso me pareció. Visité dos veces la casa de la tía Esther hasta que convencí a Marina y a su hermana de que ya no tenían nada que temer. Por supuesto, no les dije que había conocido al señor X, y mucho menos que toda su atención ya estaba puesta sobre mí. También aproveché para ponerme al día con la universidad y con la revista. E incluso saqué algo de tiempo libre para preparar mi siguiente visita al museo.
Si antes ya estaba convencido de que iba a continuar viéndome con el maestro, tras el encuentro con don Julián mi decisión se había hecho más firme que nunca. Eso sí: realicé cada una de mis gestiones buscando siempre la larga sombra del señor X con el rabillo del ojo. Y como éste, por suerte, no se dejó ver, su ausencia terminó por despertar en mí fuerzas que no sabía que tenía. Por primera vez sentí que podía ser yo quien llevara la voz cantante en aquella historia. Y quien eligiera la lección que recibir o el cuadro que visitar. Incluso tomé la determinación de registrar cada nuevo paso que diera. Cada revelación. Pero lo que no quise ver fue que aquel indeseable había marcado mi rumbo por segunda vez.
- Felipe II - |
Esas fuentes, en consecuencia, venían a decir más o
menos lo mismo que él: que a finales de junio de 1598, viendo que su salud
mermaba, Felipe II, de setenta y un años de edad, aquejado de gota, víctima de
una sed insaciable, vientre y extremidades hinchados y dolores por todo el
cuerpo, decidió abandonar el Real Alcázar de Madrid e instalarse en las dependencias
del gigantesco complejo que había levantado para que le sirviera de tumba.
Su viaje entre la corte de Madrid y El Escorial debió de ser tremendo. El rey y su séquito emplearon seis jornadas para recorrer sólo cincuenta kilómetros. Lo hicieron bajo un sol de justicia, deteniéndose en casas de la corona estratégicamente situadas en la ruta, y con el hombre más poderoso del mundo al borde del desfallecimiento. El ácido úrico había avanzado tanto que ya tomaba el control no sólo de los pies sino también de los brazos y las manos. Felipe II tenía el cuerpo en carne viva. Hasta el roce de la ropa le provocaba dolor. No podía caminar. Le costaba un mundo estar sentado en su carruaje. Y las llagas que empezaban a supurarle emanaban un olor nauseabundo que no presagiaba nada bueno.
Pronto supe que nada más llegar a su destino fue recluido en el humilde dormitorio que él mismo se había diseñado en el extremo sur del monasterio. De no ser por la cama con dosel que llenaba la estancia casi por completo, aquel cuartucho le hubiera parecido una celda a cualquiera. Pero no así al rey.
Estaba situado en una zona privilegiada del edificio, en la vertical exacta del panteón donde pensaba ser enterrado, y desde un discreto ventanuco practicado a su izquierda podría seguir las misas del altar mayor sin levantarse de la cama. Justo enfrente, además, un portón de doble hoja abría el recinto a un amplio y luminoso corredor adornado con un rústico friso de azulejos de Talavera por el que podrían circular sus doctores, confesores y ayudas de cámara. Y pared con pared con su cabecero, en otro cuarto de reducidas dimensiones, tuvo siempre a punto su escritorio y una pequeña biblioteca de no más de cuarenta volúmenes.
El primero de septiembre de 1598, menos de un mes después de instalarse en la «fábrica de Dios», Felipe II firmó su último documento como monarca y recibió la extremaunción. Casi paralizado por el dolor, con fiebres cada vez más altas y sin poder articular palabra, pasó sus últimas jornadas en la Tierra recibiendo visitas que le hablaban de lo que sucedía en sus dominios, o escuchando cómo su hija favorita, Isabel Clara Eugenia, le leía pasajes del libro de los Salmos. El Rey Prudente —así lo bautizará la Historia— estaba preparado para morir.
Pero consciente de lo cercano que estaba su final, quiso pertrecharse de dos ayudas más. Por un lado, sus queridas reliquias. En El Escorial había atesorado nada menos que 7.422 huesos de santos. Además de decenas de falanges ennegrecidas, un pie de san Lorenzo con los carbones de su martirio adheridos al hueso, doce cuerpos enteros y más de cuarenta cráneos humanos, también reunió varios cabellos de Jesús y de la Virgen o un brazo de Santiago Apóstol, así como astillas de la cruz y la corona de espinas. Sin titubear, dispuso que se los colocaran por turno sobre ojos, frente, boca y manos, creyendo que de este modo mitigarían su dolor y ahuyentarían al Maligno. El padre Sigüenza llegó a decir de semejante colección: «No tenemos noticia de santo ninguno del que no haya aquí reliquia, excepto tres», y justificaba tan colosal empresa como un intento del rey católico por impedir que éstas cayeran en poder de los protestantes, convirtiendo de paso su monasterio en el camposanto más sagrado de la cristiandad.
Pero Felipe II exigió algo más: quiso que transportasen hasta su escueta dependencia algunos cuadros ante los que deseaba orar en sus últimas horas. Semejante orden, claro, me resultó muy familiar. Este rey, que en tantas cosas había emulado a su padre Carlos V, deseó también hacer su meditatio mortis ante imágenes elegidas por él. De hecho, hasta tal punto llegó a imitarlo que días antes envió una comisión para que abriesen el ataúd del emperador con instrucciones de que tomasen buena nota de cómo había sido enterrado para que así lo sepultaran a él. Felipe —ya me lo advirtió don Julián— estaba convencido de que tanto el espíritu de su progenitor como esas pinturas «de muerte» iban a contemplarlo de un modo u otro, apiadarse de su sufrimiento e incluso socorrerlo en su agonía.
Impactante, pues, debió de ser
el momento en el que ordenó que le llevaran junto al lecho uno de los trípticos
más extraños de su colección: El jardín de las delicias. La obra cumbre de
Hieronymus van Aken —también llamado El Bosco o Jerónimo de Aquisgrán— apenas
llevaba cinco años en El Escorial, pero su contenido irreverente ya había
despertado toda suerte de comentarios en la corte. ¿En qué pasaje bíblico se
mencionaba aquella marea de hombres y mujeres desnudos, cohabitando en un jardín
de frutas y aves gigantes, entregados a los placeres de la carne? Nadie, sin
embargo, se atrevió a contradecir la última voluntad del monarca. Y así, sin
oposición alguna de los frailes que lo atendían, aquel imponente retablo de
2,20 × 3,89 metros fue colocado junto a su tálamo, haciéndose lo imposible para
que el monarca pudiera admirarlo y orar ante él. Ahora bien: ¿por qué el hombre más poderoso
de la cristiandad pidió tener junto a él precisamente aquella obra?
Desde que fue confiscada en los Países Bajos al príncipe
protestante Guillermo de Orange en 1568 y enviada a España, a manos
particulares primero y a El Escorial después, siempre estuvo rodeada de
polémica. Era una pintura extraña. Ajena en mil y un pequeños detalles a la
Biblia. Sembrada de animales imposibles y cohortes de diablos espantosos. Y con
todo, Felipe II, el monarca más católico de Europa, no paró hasta poseerla.
¿Qué sabía, pues, el viejo rey de esa composición que nuestra Historia no ha
sido capaz de explicar? Ésas y no
otras iban a ser las preguntas que llevara conmigo al Museo del Prado en mi
siguiente visita." Su viaje entre la corte de Madrid y El Escorial debió de ser tremendo. El rey y su séquito emplearon seis jornadas para recorrer sólo cincuenta kilómetros. Lo hicieron bajo un sol de justicia, deteniéndose en casas de la corona estratégicamente situadas en la ruta, y con el hombre más poderoso del mundo al borde del desfallecimiento. El ácido úrico había avanzado tanto que ya tomaba el control no sólo de los pies sino también de los brazos y las manos. Felipe II tenía el cuerpo en carne viva. Hasta el roce de la ropa le provocaba dolor. No podía caminar. Le costaba un mundo estar sentado en su carruaje. Y las llagas que empezaban a supurarle emanaban un olor nauseabundo que no presagiaba nada bueno.
Pronto supe que nada más llegar a su destino fue recluido en el humilde dormitorio que él mismo se había diseñado en el extremo sur del monasterio. De no ser por la cama con dosel que llenaba la estancia casi por completo, aquel cuartucho le hubiera parecido una celda a cualquiera. Pero no así al rey.
- Habitación y cama donde muere Felipe II en El Escorial - |
Estaba situado en una zona privilegiada del edificio, en la vertical exacta del panteón donde pensaba ser enterrado, y desde un discreto ventanuco practicado a su izquierda podría seguir las misas del altar mayor sin levantarse de la cama. Justo enfrente, además, un portón de doble hoja abría el recinto a un amplio y luminoso corredor adornado con un rústico friso de azulejos de Talavera por el que podrían circular sus doctores, confesores y ayudas de cámara. Y pared con pared con su cabecero, en otro cuarto de reducidas dimensiones, tuvo siempre a punto su escritorio y una pequeña biblioteca de no más de cuarenta volúmenes.
El primero de septiembre de 1598, menos de un mes después de instalarse en la «fábrica de Dios», Felipe II firmó su último documento como monarca y recibió la extremaunción. Casi paralizado por el dolor, con fiebres cada vez más altas y sin poder articular palabra, pasó sus últimas jornadas en la Tierra recibiendo visitas que le hablaban de lo que sucedía en sus dominios, o escuchando cómo su hija favorita, Isabel Clara Eugenia, le leía pasajes del libro de los Salmos. El Rey Prudente —así lo bautizará la Historia— estaba preparado para morir.
Pero consciente de lo cercano que estaba su final, quiso pertrecharse de dos ayudas más. Por un lado, sus queridas reliquias. En El Escorial había atesorado nada menos que 7.422 huesos de santos. Además de decenas de falanges ennegrecidas, un pie de san Lorenzo con los carbones de su martirio adheridos al hueso, doce cuerpos enteros y más de cuarenta cráneos humanos, también reunió varios cabellos de Jesús y de la Virgen o un brazo de Santiago Apóstol, así como astillas de la cruz y la corona de espinas. Sin titubear, dispuso que se los colocaran por turno sobre ojos, frente, boca y manos, creyendo que de este modo mitigarían su dolor y ahuyentarían al Maligno. El padre Sigüenza llegó a decir de semejante colección: «No tenemos noticia de santo ninguno del que no haya aquí reliquia, excepto tres», y justificaba tan colosal empresa como un intento del rey católico por impedir que éstas cayeran en poder de los protestantes, convirtiendo de paso su monasterio en el camposanto más sagrado de la cristiandad.
Pero Felipe II exigió algo más: quiso que transportasen hasta su escueta dependencia algunos cuadros ante los que deseaba orar en sus últimas horas. Semejante orden, claro, me resultó muy familiar. Este rey, que en tantas cosas había emulado a su padre Carlos V, deseó también hacer su meditatio mortis ante imágenes elegidas por él. De hecho, hasta tal punto llegó a imitarlo que días antes envió una comisión para que abriesen el ataúd del emperador con instrucciones de que tomasen buena nota de cómo había sido enterrado para que así lo sepultaran a él. Felipe —ya me lo advirtió don Julián— estaba convencido de que tanto el espíritu de su progenitor como esas pinturas «de muerte» iban a contemplarlo de un modo u otro, apiadarse de su sufrimiento e incluso socorrerlo en su agonía.
- Jerónimo el Bosco - |
(continuará)
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