martes, 3 de mayo de 2011

MEMORIAS DE UN PELÓN DE TAIWAN (IX): HISTORIAS DE POBRES Y MENDIGOS

Me viene a la mente una historia real que podría ser contada como un cuento de Navidad, aunque no ocurrió en Navidad. En los días de nostalgia de mi tierra, lo he recordado más de una vez. Hace unos años se lo recordé a la familia Villalba, a Flora y Castora. Ellas también lo recordaron. Hoy ya nadie se lo creerá pero quiero que se no se olvide. Ocurrió, en una barda de la familia Berruete, una fría noche del invierno. Esa tarde llegó a Mendaza una pareja de mendigos y ella estaba encinta, a punto de dar a luz.

¿De dónde venían? ¿Quiénes eran? Nadie lo sabía. Pedían limosna, como tantos entonces. Pedían casa o un amago de casa, porque aquella mendiga iba a dar a luz. La familia Berruete tenía justo en frente de la boca del callejón de entrada a su casa, un corral para meter el carro. El señor Joaquín Berruete y su mujer pusieron paja limpia sobre el estiércol seco. Y allí, en aquella noche fría de invierno, con la ayuda del marido y la comadrona del pueblo, la señora Salvadora, nació un niño.  A la media noche, tal vez, a la mañana siguiente, las vecinas habían sacado sus sábanas limpias, almohadas, vasos de leche y hasta café, del de cebadilla y achicoria, justo el que tomábamos nosotros. Y después fuimos llegando los niños. Aquel era un poco nuestro Niño Jesús, pero en un portal de verdad. Y llamaron a D. Antonio el médico, a D. Pedro el practicante, a D. Teófilo el cura. Todos queríamos ver a aquel pobre niño que era un poco hermano de todos ellos. Me parece recordar que fue bautizado en la parroquia, y asistió todo el pueblo.
¡Cuántas familias e individuos solos pasaban entonces cada día por el pueblo! Pedían, o se contentaban, con poco de pan, algo de aceite, ajos, un pedazo de chorizo y o una miaja de carne para hacer un poco de sopa, después de la vuelta por el pueblo. La guerra, la de casa y la mundial ¡Qué triste rastro dejó entre nosotros! Pero muchos niños aprendimos a tratar a los más pobres que nosotros. Pedían su limosna por amor de Dios y rezaban una Ave María por la familia que les daba algo. Nosotros besábamos la limosna antes de entregarla, y nosotros éramos pobres también.
Recuerdo un caso, un poco largo de un pobre mendigo que vino al pueblo varias veces durante más de dos meses. Era bajo, un poco gordo, de cara sonrosada y labios muy gruesos. Pedía, como todos, de todo, pero recibía, al parecer con más gusto, algunas monedas que gastaba en vino en uno de los bares del pueblo. A los mozos les gustaba burlarse de él durante la borrachera, a la que cooperaban con algún vaso de regalo. Un domingo por la tarde, un grupo de chicos íbamos a subir a la laguna, la Launa, en dialecto pelón. Justo delante de la taberna de Generoso, comenzamos a oír el jaleo que armaban los mozos. Varios de nosotros comenzamos a correr hacia la plaza del Sr. Blas para verlo. Una voz fuerte, la de D. Ángel el Maestro, nos paró los pies. Seguimos en el grupo con él. Pasamos en silencio, y sin mirar la escena seguimos para la laguna. Ya no recuerdo que es lo que nos dijo el señor maestro. Pero la lección se me ha quedado clavada hasta hoy.   

Manuel Piérola
Un pelón en Taiwan

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