La familia secreta de Brueghel el Viejo
"Que Brueghel no se inspiró en Holbein para sus esqueletos,
sino que utilizó deliberadamente algunos de ellos en su pintura. Es como si los
hubiera calcado, llevando hasta el límite ese viejo precepto del arte de la
memoria de que realmente se puede escribir con imágenes. ¿Lo entiendes ya?
Pero yo arqueo las cejas incrédulo, para su
desesperación.
— ¡Por todos los diablos, hijo! Al tomar imágenes de esa
tipografía y adaptarlas a esta tabla, Brueghel introdujo subrepticiamente
letras en el cuadro. ¡Escribió un mensaje con los mismos esqueletos de Holbein!
¡Usó el arte de la memoria! ¡Te lo demostraré!
Del mismo bolsillo del abrigo del que antes había extraído
el libro del Bosco, Fovel sacó un pliego de papel con toda la serie tipográfica
de Holbein. La desplegó ante mí invitándome a que la contemplara con suma
atención.
— Ahora fíjate bien en la letra A —ordena—. ¿Distingues la pareja de esqueletos que tocan la trompeta y los timbales? Caminan sobre un paisaje sembrado de cráneos, en el que apenas se distingue nada más. Y ahora, por favor, presta atención a la tabla de Brueghel. ¿Dónde ves una escena parecida a ésta?
— Ahora fíjate bien en la letra A —ordena—. ¿Distingues la pareja de esqueletos que tocan la trompeta y los timbales? Caminan sobre un paisaje sembrado de cráneos, en el que apenas se distingue nada más. Y ahora, por favor, presta atención a la tabla de Brueghel. ¿Dónde ves una escena parecida a ésta?
Me froto los ojos y los fijo en el cuadro. Tardo poco más de
un minuto en rastrear los pequeños grupos de calaveras que se ven en el
horizonte, pensando que lo que me pide el maestro estará escondido en sus
miniaturas. Pero qué error. En lontananza no hay ni rastro de esqueletos
músicos; tan sólo lanceros, profanadores de tumbas, verdugos y dos tañedores de
campana. Sin embargo, al posar mi mirada en los cadáveres del primer plano,
tropiezo con algo. Un esqueleto arranca música a su laúd junto a una pareja de
enamorados que retoza, ajena a la muerte, en la esquina inferior derecha de la
tabla. Otro, más acorde con la tipografía de Holbein, golpea frenético dos
timbales justo sobre el techo del «contenedor del infierno»; al fondo, el suelo
pavimentado de cráneos evoca el alfabeto.
— ¿Es ése? —titubeo.
— ¡Excelente! Ahora supón por un momento que esa imagen
enmascara una letra A. Déjala ahí, gravitando sobre la boca del infierno, y
sigue buscando similitudes entre el alfabeto y la pintura. ¿Qué más ves?
Papel en mano, como quien juega a una versión oscura de ¿Dónde está Wally?, comienzo a rastrear
la tabla con todos los sentidos puestos en ella. Me cuesta un mundo localizar
nuevos paralelismos en aquel caos, y los que encuentro no me parecen absolutos.
De tanto en tanto dibujo círculos en el aire cerca de algunas figuras, mirando
de reojo si el maestro asiente o no. Y a todos va negando hasta que, en el
cuarto o quinto intento, me detengo en la figura que señala casi el centro geométrico
de la composición. Se trata de un caballo famélico montado por un furioso
esqueleto que con sus brazos trata de impulsar una guadaña gigantesca.
— El jinete —susurra Fovel—. Ése sí. ¿Te has fijado en que también está en la letra V?
— El jinete —susurra Fovel—. Ése sí. ¿Te has fijado en que también está en la letra V?
Echo un vistazo al papel. Por un momento, dudo. El caballo
de Brueghel sólo sostiene al jinete de ultratumba. Aunque es cierto que tanto
su gesto de fiereza como su escasa cabellera al viento, su macabra sonrisa
horizontal e incluso la actitud del jamelgo dejan poco lugar a dudas sobre el
paralelismo entre ambas imágenes.
— Ya tienes otra letra. ¡Sigue! Hay más.
De repente, aquello se convierte en un juego adictivo.
Minuto a minuto, mi cerebro se va familiarizando con los personajes que
transitan por el alfabeto de la muerte, al tiempo que los descubro a todos en
la composición de Brueghel. Localizo al soldado combatiendo con la parca que
podría encarnar la letra P. O al cardenal al que un esqueleto sujeta por la
espalda en la letra E, y que en la pintura aparece representado de forma muy
parecida. Sin embargo, por alguna razón, el maestro me pide que redoble mis
esfuerzos de identificación alrededor de la masa de personajes que se dirige
hacia el arcón del infierno. «La clave que buscamos está necesariamente ahí»,
me susurra al oído. «Aunque haya otras, ése es el segmento más importante del
cuadro. Ahí están los últimos hombres vivos de la Tierra.» Y así lo hago.
Después de unos minutos, me quedo con dos sorprendentes analogías: una es un personaje con la cabeza cubierta y el rostro vuelto al cielo pidiendo clemencia, que el maestro identifica con la letra I. Y la otra, que yo tardo en relacionar, es un esqueleto que vierte un líquido de una extravagante cantimplora metálica, y que Fovel conecta con la letra T de Holbein.
Después de unos minutos, me quedo con dos sorprendentes analogías: una es un personaje con la cabeza cubierta y el rostro vuelto al cielo pidiendo clemencia, que el maestro identifica con la letra I. Y la otra, que yo tardo en relacionar, es un esqueleto que vierte un líquido de una extravagante cantimplora metálica, y que Fovel conecta con la letra T de Holbein.
— Cuatro letras: A, V, I, T.
— ¿Y te dicen algo?
Estrujo mi memoria en busca del algún poso del latín del bachillerato y apenas
acierto a murmurar un par de soluciones que hacen reír al maestro.
— No, hijo. No es una mención a aves o a abuelos. Piensa:
has encontrado cuatro letras que rodean por todos sus flancos a los últimos
humanos. Gentes que son conducidas al infierno, sin esperanza. Pero ¿y si
Brueghel hubiera disimulado en esas cuatro letras el secreto de su fe? ¿Y si
justo en el espacio de mayor desolación, en el punto de su obra con el que el
espectador, cualquier espectador, podría sentirse más identificado, estuviera
gritándonos su remedio?
Contemplo atónito al maestro. De repente ha vuelto el rostro
hacia mí como si quisiera anclar sus ojos en los míos. Su mirada está
encendida. Adivino en sus labios un temblor sutil, casi imperceptible, que
anuncia que lo que está a punto de decir es importante.
— Hijo: si juegas con las letras y las ordenas empezando por
el caballo, siguiendo por el hombre que implora y luego acudes al esqueleto que
lo derrama todo para ascender hasta el que toca la música, descubrirás qué
quiero decirte.
— V, I, T, A —deletreo atónito—. ¡Por todos los diablos! Vita! ¡Vida!
— ¿Y qué me dices de la orientación de las letras? La vida viene del cielo a la tierra, de arriba abajo, y desde abajo regresa otra vez a las alturas. Exactamente como este juego de letras. ¿No es una lección hermosa? ¿No es una promesa profética perfecta? Tras el dolor y el terror de la muerte se esconde… ¡más vida!
— ¿Y qué me dices de la orientación de las letras? La vida viene del cielo a la tierra, de arriba abajo, y desde abajo regresa otra vez a las alturas. Exactamente como este juego de letras. ¿No es una lección hermosa? ¿No es una promesa profética perfecta? Tras el dolor y el terror de la muerte se esconde… ¡más vida!
Me quedo sin saber qué decir. Mudo. Perplejo. Incapaz de
valorar sus conclusiones o de aceptar la lección de «arte oscuro» que acaba de
brindarme. Y el maestro, consciente de que ha saturado por completo mis
entendederas, me palmea la espalda con cierta conmiseración.
— Eres joven aún —dice, súbitamente cansado por el
esfuerzo—. La muerte todavía no te preocupa. Pero cuando dentro de unos años lo
haga, querrás saber más de esta vieja enseñanza.
— ¿Saber más? ¿Es que
hay más pinturas con mensajes «escritos»? Fovel se recompone, removiéndose bajo
su abrigo.
— Las hay. Por todas partes."
Se dio media vuelta y se marchó por la amplia y luminosa sala 56 del museo. ¿Lo volvería a ver?
Fascinantes capítulos con que nos ha deleitado nuestro profesor. Todo lo que en ellos se relata merecen nuestra atención, nos transporta a la contemplación de estas famosas pinturas de Brueghel el Viejo, todo un maestro en este arte.
ResponderEliminarEsperamos de nuestro profesor José Luis, nos siga sorprendiendo con este tipo de documentos tan interesantes que enriquecen esta comunicación.