jueves, 17 de abril de 2014

UN PASEO POR EL PRADO: EL JARDÍN DE LAS DELICIAS. JERÓNIMO EL BOSCO (II)

Continuamos con el capítulo del libro de Javier Sierra, "El maestro del Prado", en el que nos cuenta los secretos que esconde la tabla del Bosco "El jardín de las delicias".

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS (II)

"Necesitaba saber hasta qué punto la imagen que me había hecho del gran Felipe II exhalando su último aliento en la madrugada en la que se cumplían catorce años exactos de la colocación de la última piedra de El Escorial, con el cuadro del Bosco apoyado en algún lugar de su dormitorio o del corredor anejo, temeroso de sus diablos, tenía o no algún sentido. Ya sólo faltaba que el maestro del Prado acudiera a mi llamada silenciosa y me desvelara el porqué de esa enigmática fascinación del rey por el Bosco. 

11 de enero de 1991. Viernes. Los recuerdos de esa jornada acuden a mí tan meridianos como surrealistas. Poco importa que los ordene dos décadas más tarde. Quizá los vivos colores que conservan en mi memoria sean el reflejo exacto de lo que El jardín de las delicias provoca cuando uno se expone demasiado tiempo a sus imágenes. Por eso quiero plasmarlos tal cual emergen. Ruego comprensión en quien los lea, ya que las páginas que siguen son el producto del impacto que una tabla de quinientos años ejerció en la mente de un muchacho que soñaba con comprender lo inefable.

- Situación de la sala 56a en la planta 0 del Prado -
Qué incauto fui. Como cualquier visitante del Prado sabe, la tabla mortuoria de Felipe II descansa en la sala 56a. Lleva ahí casi medio siglo. Se trata de un aula rectangular sita en la planta baja del edificio, que bombea calor a espuertas a través de diez rejillas disimuladas en su discreto friso de mármol. Yo, que acabo de atravesar el museo a grandes zancadas, con el rostro aún cubierto con una bufanda y unas gafas de sol por temor a encontrarme con la persona equivocada, percibo en el acto su ardiente bofetada.
Estoy a punto de descubrir que en el edificio existen lugares con una atmósfera «especial». Son reductos que se perciben diferentes al resto, quizá por los cuadros que cobijan, quizá por otra cosa. El caso es que ese viernes, justo allí, en el corazón de la macabra habitación 56a, aferrado a la bolsa de mi cámara, percibo algo inusual. Puede que le parezca poca cosa al lector, pero, cuando empiezo a quitarme de encima capas de ropa, una emoción que no había sentido en ninguna de mis visitas anteriores se me instala en el pecho. Es una impresión breve. Como si el calor, las prisas, el millar de ojos pintados que apuntan hacia mí y cierto miedo irracional hubieran saturado mi sistema nervioso para, a continuación, hacerme temblar de pies a cabeza. Me mareo. Dejo la bolsa en el suelo. Me recompongo. Y cuando creo haber restablecido el equilibrio tomo otra vez conciencia —así, de golpe, igual que sucedió después de conocer al señor X— de quién soy yo y qué hago allí. Interpreto aquello como una señal. Inspiro hondo, «¡Estoy listo!». Esta vez, la certeza es de acero. Imposible de trasladar a palabras. Y quema como el fuego, «Todo va a salir bien», me digo.

Enseguida descubro que en el centro de la sala de los Boscos hay plantado una especie de mueble. No existe nada parecido en todo el museo. Es una mesa. En realidad, un expositor horizontal diseñado para sostener una tabla que, según sabría después, estuvo en el despacho de Felipe II hasta el mismo día de su muerte. Todas las guías la llaman La mesa de los pecados capitales, pero en realidad se trata de una curiosa pintura circular, ejecutada con técnica de miniaturista sobre tablas de madera de chopo, que muestra las tentaciones a las que está sometida el alma humana.

Lo que más llama la atención es que éstas han sido distribuidas dentro de una especie de ojo gigante, hipnótico, que parece que puede traspasarte el alma. Cave, cave, Deus videt, leo.


- "Cuidado, cuidado, Dios te ve" -
Y, como impelido por los siete tondos o secciones que rodean a esa pupila, comienzo a dar vueltas a su alrededor para admirar sus escenas de miniatura. Algo he hecho bien, después de todo.


Al orbitar durante un rato en torno al «ojo de Dios», pongo en marcha no sé qué. Una percepción. Una visión. Tal vez a ese «duende máximo» del Prado que el psiquiatra y experto en arte Juan Rof Carballo supone escondido precisamente en la Mesa, y que imagina «burlándose de los críticos por no haber practicado en su vida los beneficios y por no haber conocido las sirtes y escollos de la meditación, ignorando que todo ello representa otra concepción del mundo». ¿Debo, entonces, abrir la mente? ¿Seguir girando como un derviche? ¿Acaso expandir mi conciencia, perdiéndola dentro de las alucinógenas escenas del Bosco que me rodean? ¿Y cómo?
Me sobrecoge descubrir de repente que estoy merodeando en torno a una obra apocalíptica. Una más en aquel galimatías en el que he caído. Dos filacterias con citas del Deuteronomio escritas en latín lo dejan muy claro:


«Es un pueblo sin raciocinio ni prudencia. Ojalá fueran sabios y comprendieran y se prepararan para el fin», dice la primera, en la parte superior de la tabla.


Y abajo: «Apartaré de ellos mi rostro y observaré su fin.» Desasosegado, levanto la vista y veo que toda la sala parece, de un modo u otro, conectada a la muerte.
¿Por eso mi cerebro la percibe distinta a cuantas he visitado antes? Dudo. A mi alrededor cuelgan una decena más de obras maestras de artistas extranjeros. Casi todas son también del Bosco. El carro de heno. La extracción de la piedra de la locura. Las tentaciones de San Antonio. Pero también El triunfo de la Muerte de Pieter Brueghel. Un San Jerónimo y El paso de la laguna Estigia de Patinir. Y, por supuesto, señoreando aquel panorama de imágenes inquietantes, El jardín de las delicias. Mi verdadero objetivo.   

Dada la hora —las dos de la tarde, con la ciudad a punto de estrenar fin de semana—, el lugar se encuentra desierto. Sigo sin avistar a ninguno de los bedeles que deberían estar cuidando esta ala del museo, así que, algo más confiado, me siento en el suelo frente al famoso tríptico y aguardo a que el maestro Fovel me encuentre. «Llegará», me digo convencido. «Siempre lo ha hecho.» Saco mi Canon de la bolsa, cargo un rollo en el tambor, ajusto la apertura del diafragma y la dejo preparada entre las manos. «Todo saldrá bien», me repito como un mantra.

  (continuará)

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