domingo, 16 de febrero de 2014

UN PASEO POR EL PRADO: EL TRIUNFO DE LA MUERTE. BRUEGHEL EL VIEJO ( y V)


La familia secreta de Brueghel el Viejo

"Que Brueghel no se inspiró en Holbein para sus esqueletos, sino que utilizó deliberadamente algunos de ellos en su pintura. Es como si los hubiera calcado, llevando hasta el límite ese viejo precepto del arte de la memoria de que realmente se puede escribir con imágenes. ¿Lo entiendes ya?   
Pero yo arqueo las cejas incrédulo, para su desesperación.   
— ¡Por todos los diablos, hijo! Al tomar imágenes de esa tipografía y adaptarlas a esta tabla, Brueghel introdujo subrepticiamente letras en el cuadro. ¡Escribió un mensaje con los mismos esqueletos de Holbein! ¡Usó el arte de la memoria! ¡Te lo demostraré!   
Del mismo bolsillo del abrigo del que antes había extraído el libro del Bosco, Fovel sacó un pliego de papel con toda la serie tipográfica de Holbein. La desplegó ante mí invitándome a que la contemplara con suma atención.   

— Ahora fíjate bien en la letra A —ordena—. ¿Distingues la pareja de esqueletos que tocan la trompeta y los timbales? Caminan sobre un paisaje sembrado de cráneos, en el que apenas se distingue nada más. Y ahora, por favor, presta atención a la tabla de Brueghel. ¿Dónde ves una escena parecida a ésta?   
Me froto los ojos y los fijo en el cuadro. Tardo poco más de un minuto en rastrear los pequeños grupos de calaveras que se ven en el horizonte, pensando que lo que me pide el maestro estará escondido en sus miniaturas. Pero qué error. En lontananza no hay ni rastro de esqueletos músicos; tan sólo lanceros, profanadores de tumbas, verdugos y dos tañedores de campana. Sin embargo, al posar mi mirada en los cadáveres del primer plano, tropiezo con algo. Un esqueleto arranca música a su laúd junto a una pareja de enamorados que retoza, ajena a la muerte, en la esquina inferior derecha de la tabla. Otro, más acorde con la tipografía de Holbein, golpea frenético dos timbales justo sobre el techo del «contenedor del infierno»; al fondo, el suelo pavimentado de cráneos evoca el alfabeto.
— ¿Es ése? —titubeo.
— ¡Excelente! Ahora supón por un momento que esa imagen enmascara una letra A. Déjala ahí, gravitando sobre la boca del infierno, y sigue buscando similitudes entre el alfabeto y la pintura. ¿Qué más ves?   
Papel en mano, como quien juega a una versión oscura de ¿Dónde está Wally?, comienzo a rastrear la tabla con todos los sentidos puestos en ella. Me cuesta un mundo localizar nuevos paralelismos en aquel caos, y los que encuentro no me parecen absolutos. De tanto en tanto dibujo círculos en el aire cerca de algunas figuras, mirando de reojo si el maestro asiente o no. Y a todos va negando hasta que, en el cuarto o quinto intento, me detengo en la figura que señala casi el centro geométrico de la composición. Se trata de un caballo famélico montado por un furioso esqueleto que con sus brazos trata de impulsar una guadaña gigantesca.   

 — El jinete —susurra Fovel—. Ése sí. ¿Te has fijado en que también está en la letra V?   
Echo un vistazo al papel. Por un momento, dudo. El caballo de Brueghel sólo sostiene al jinete de ultratumba. Aunque es cierto que tanto su gesto de fiereza como su escasa cabellera al viento, su macabra sonrisa horizontal e incluso la actitud del jamelgo dejan poco lugar a dudas sobre el paralelismo entre ambas imágenes.
— Ya tienes otra letra. ¡Sigue! Hay más.  
De repente, aquello se convierte en un juego adictivo. Minuto a minuto, mi cerebro se va familiarizando con los personajes que transitan por el alfabeto de la muerte, al tiempo que los descubro a todos en la composición de Brueghel. Localizo al soldado combatiendo con la parca que podría encarnar la letra P. O al cardenal al que un esqueleto sujeta por la espalda en la letra E, y que en la pintura aparece representado de forma muy parecida. Sin embargo, por alguna razón, el maestro me pide que redoble mis esfuerzos de identificación alrededor de la masa de personajes que se dirige hacia el arcón del infierno. «La clave que buscamos está necesariamente ahí», me susurra al oído. «Aunque haya otras, ése es el segmento más importante del cuadro. Ahí están los últimos hombres vivos de la Tierra.» Y así lo hago.

Después de unos minutos, me quedo con dos sorprendentes analogías: una es un personaje con la cabeza cubierta y el rostro vuelto al cielo pidiendo clemencia, que el maestro identifica con la letra I. Y la otra, que yo tardo en relacionar, es un esqueleto que vierte un líquido de una extravagante cantimplora metálica, y que Fovel conecta con la letra T de Holbein.
 — ¿Qué tenemos, pues? —sonríe satisfecho el maestro.   
— Cuatro letras: A, V, I, T.  
 — ¿Y te dicen algo? Estrujo mi memoria en busca del algún poso del latín del bachillerato y apenas acierto a murmurar un par de soluciones que hacen reír al maestro.    
— No, hijo. No es una mención a aves o a abuelos. Piensa: has encontrado cuatro letras que rodean por todos sus flancos a los últimos humanos. Gentes que son conducidas al infierno, sin esperanza. Pero ¿y si Brueghel hubiera disimulado en esas cuatro letras el secreto de su fe? ¿Y si justo en el espacio de mayor desolación, en el punto de su obra con el que el espectador, cualquier espectador, podría sentirse más identificado, estuviera gritándonos su remedio?   
Contemplo atónito al maestro. De repente ha vuelto el rostro hacia mí como si quisiera anclar sus ojos en los míos. Su mirada está encendida. Adivino en sus labios un temblor sutil, casi imperceptible, que anuncia que lo que está a punto de decir es importante.   
— Hijo: si juegas con las letras y las ordenas empezando por el caballo, siguiendo por el hombre que implora y luego acudes al esqueleto que lo derrama todo para ascender hasta el que toca la música, descubrirás qué quiero decirte.   
— V, I, T, A —deletreo atónito—. ¡Por todos los diablos! Vita! ¡Vida!   

— ¿Y qué me dices de la orientación de las letras? La vida viene del cielo a la tierra, de arriba abajo, y desde abajo regresa otra vez a las alturas. Exactamente como este juego de letras. ¿No es una lección hermosa? ¿No es una promesa profética perfecta? Tras el dolor y el terror de la muerte se esconde… ¡más vida!   
Me quedo sin saber qué decir. Mudo. Perplejo. Incapaz de valorar sus conclusiones o de aceptar la lección de «arte oscuro» que acaba de brindarme. Y el maestro, consciente de que ha saturado por completo mis entendederas, me palmea la espalda con cierta conmiseración.   
— Eres joven aún —dice, súbitamente cansado por el esfuerzo—. La muerte todavía no te preocupa. Pero cuando dentro de unos años lo haga, querrás saber más de esta vieja enseñanza.  
 — ¿Saber más? ¿Es que hay más pinturas con mensajes «escritos»? Fovel se recompone, removiéndose bajo su abrigo. 
— Las hay. Por todas partes." 
Se dio media vuelta y se marchó por la amplia y luminosa sala 56 del museo. ¿Lo volvería a ver?

1 comentario:

  1. Fascinantes capítulos con que nos ha deleitado nuestro profesor. Todo lo que en ellos se relata merecen nuestra atención, nos transporta a la contemplación de estas famosas pinturas de Brueghel el Viejo, todo un maestro en este arte.
    Esperamos de nuestro profesor José Luis, nos siga sorprendiendo con este tipo de documentos tan interesantes que enriquecen esta comunicación.

    ResponderEliminar