jueves, 8 de mayo de 2014

UN PASEO POR EL PRADO: EL JARDÍN DE LAS DELICIAS. JERÓNIMO EL BOSCO (V)

Continuamos con la quinta entrega del capítulo XIII del libro de Javier Sierra, "El maestro del Prado", en el que nos cuenta los secretos que esconde la tabla del Bosco "El jardín de las delicias".

EL JARDÍN DE LAS DELICIAS (V)


"—Ésa es la gran incógnita. Justo en plena segunda guerra mundial, un estudioso alemán perseguido por los nazis llamado Wilhelm Fraenger formuló una teoría que, todavía hoy, parece la única capaz de explicar todas las rarezas del cuadro. Según él, El jardín de las delicias fue una suerte de herramienta para que los fieles de un movimiento herético, los Hermanos del Espíritu Libre, pudieran meditar sobre sus orígenes y su destino.    
—¿Los Hermanos de qué?   
- Adamitas practicando la inocente desnudez del Edén -

—Del Espíritu Libre. En Centroeuropa se los conoció vulgarmente como
adamitas, porque creían que, al ser hijos de Adán y creados por tanto a imagen y semejanza de Dios, eran incapaces de pecar. Fraenger descubrió que padres de la Iglesia como san Epifanio o san Agustín ya los mencionaban entre las primeras desviaciones de la fe verdadera, diciendo que practicaban sus ritos desnudos, en cavernas. «Desnudos, hombres y mujeres se encuentran», escribieron. «Desnudos rezan. Desnudos escuchan las lecturas. Desnudos reciben los sacramentos, y por esto llaman paraíso a su iglesia.»  

  
Echo un vistazo al tríptico, sorprendido de lo ajustada que resulta esa descripción a la pintura.   

- Adamitas quemados en la hoguera -
—Las huellas de los adamitas llegan hasta la época del Bosco —prosigue el maestro—. En 1411, un siglo antes de pintarse esta tabla, en Cambrai, en la Francia más cercana a Flandes, el poderoso obispado de la región abrió un gran proceso contra esta secta. Se condenó a un carmelita de Bruselas llamado Wilhelm van Hildernissen y a su lugarteniente, un tipo llamado Aegidius Cantor, a morir en la hoguera. Gracias a esa investigación eclesiástica y a los interrogatorios a los que fueron sometidos, sabemos que los adamitas practicaban sus ritos en cavernas, se mostraban contrarios a la autoridad e indiferentes ante Roma, y esperaban la llegada inmediata del fin de los tiempos. Creían que, cuando ese momento llegara, el mundo se daría cuenta de que verdaderamente eran hijos de Adán y podrían caminar sobre la Tierra tal como Dios los creó.   

—Un culto arriesgado…   
—Es verdad —asiente el maestro—. Lo curioso es que de alguna manera prefigura el interés por el cuerpo humano que surge entre los artistas de ese periodo. Los adamitas espiritualizan la erótica. No ven el desnudo como una incitación a la lujuria. Al contrario: defenderán la idea de que un amor platónico, sin pulsiones carnales y universal, es posible en este planeta. ¡Fueron ideas muy avanzadas para su tiempo!   

—¿Y el Bosco militó en esa secta?
—Fraenger no logra concluir nada al respecto. La biografía del Bosco es muy oscura. Se sabe que fue hijo y nieto de pintores, tal vez originarios de Aquisgrán, y que trabajó en decorar las iglesias de su entorno. Pero poco más. Sin embargo, Fraenger deduce que poseyó un conocimiento muy profundo del culto adamítico. Un saber que, según explica, sólo pudo haber obtenido de uno de los líderes supremos del culto. Un maestro. Alguien rico, con capacidad de financiar una obra de esta envergadura.   
—¡Seguro que usted ya tiene algún nombre en mente!   
—No hay muchos candidatos, la verdad. O se trata de un importante mercader desconocido para nosotros, o quizá alguien de la familia Orange. En tiempos recientes se ha especulado con que este tríptico pudo ser un regalo de bodas de
Enrique III de Nassau a su esposa. Quién sabe. Tal vez él o alguno de los regentes de los Países Bajos estuvieron implicados en el culto adamítico. El caso es que, si Fraenger tiene razón y ese mecenas fue retratado varias veces en el tríptico, puede que no esté lejos el día en el que lo identifiquemos.   

—¿Cómo dice? —salto perplejo—. ¿Conocemos el rostro del líder del grupo?   
—Lo que oyes. El Bosco, como era costumbre en los cuadros por encargo, incluyó a su mecenas entre la marabunta de personajes que pintó. ¿Quieres saber quién es?   
Asiento. Y como un niño que anhela recibir un caramelo, sigo al maestro, que se sitúa frente al panel central del Jardín.   
—Está justo aquí. Mira. Fovel apunta al extremo inferior derecho de la composición. Junto a un pequeño corrillo de personas se vislumbra un accidente en el terreno, una cavidad de la que se asoman un muchacho y una mujer.   
—¿Ves la caverna? —Se hace a un lado—. Como te he dicho, los adamitas las utilizaban como templos. Pero fíjate bien en el hombre que está en el interior. Tiene dos características que lo convierten en excepcional: la primera es que está vestido (sólo Dios aparece con ropa en la tabla izquierda), y la segunda, que posa descaradamente la mirada en el espectador, de nuevo igual que Dios. Fraenger cree que se trata del maestro del Espíritu Libre que encargó la pintura. Y lo cierto es que el Bosco lo retrató en la zona en la que habitualmente se firman las obras, distinguiéndolo del resto de personajes mundanos para hacerlo así reconocible a los suyos. 

  
- el Maestro del Espíritu Libre señala a la Nueva Eva -


- El Bosco por Lampsonius -
—¿Y no podría ser un autorretrato del pintor?   
—Algunos lo creen así, pero yo lo dudo. Ese hombre no tiene actitud de pintor. Parece más interesado en enseñarnos algo que en reivindicar la obra.
—¿Y qué quiere enseñarnos, doctor? —murmuro con la nariz pegada a ese rincón del tríptico

—Según Fraenger, está señalando a la «nueva Eva», una muchacha que sostiene en una mano la célebre manzana del Jardín del Edén. Pero fíjate bien en quién está detrás de él. Apoyado en su hombro, se vislumbra el rostro de otro personaje que bien podría ser, esta vez sí, el autorretrato del Bosco. Ahí aparece en la sombra, sumiso, apoyado en el hombro de su mentor.                

—Hummm… Daría lo que fuese por tener al menos un retrato del Bosco con el que poder comparar ese detalle del Jardín.   
Fovel enarcó las cejas y suspiró, quizá resignado ante la infinita ignorancia de su joven acompañante.   
—Por desgracia no existe tal cosa —dijo—. El retrato más antiguo que conservamos del pintor fue realizado cinco décadas después de su muerte por un poeta y dibujante flamenco llamado
Dominicus Lampsonius. No puede tomarse, pues, como algo totalmente fidedigno. Sin embargo, Lampsonius lo incluyó en una serie de veintitrés retratos muy precisos de artistas de los Países Bajos, donde lo representó siendo ya un hombre mayor.
   

—¿Y guarda algún parecido con ese acompañante del «maestro del Espíritu Libre» de El jardín de las delicias? Noté cómo mi pregunta incomodaba al maestro. Éste se acarició la nariz y la boca como si se pellizcara en busca de una respuesta adecuada.   
—Bueno… Quizá Fraenger se equivocó al señalar quién es quién en la tabla. O quizá lo hizo Lampsonius. El caso es que sí existe un rasgo común entre esas figuras y el primer retrato conocido del Bosco. Apenas es un detalle…   
—¿Ah, sí? ¿Cuál es?"


(continuará)


 

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